Salía Zinedine de Kiev hundido, abatido, derrotado y sentenciado como nunca antes, el que más de todos. Pocas veces se había visto al técnico tan afectado. Y es que su preocupante imagen en el banquillo del Olímpico de Kiev, cabizbajo e inmerso en sus pensamientos, hacían temer lo peor a un Real Madrid que estaba más al borde del alambre que nunca.
Ni los aficionados, ni los socios ni el propio Florentino Pérez confiaban ya en aquel jugador galáctico que trajo la Novena a las vitrinas del Bernabéu con una volea para la historia. Tampoco en aquel que fue la mano derecha de Ancelotti para conseguir la tan ansiada décima, o en aquel que encarnó un hito histórico en el mundo del fútbol trayendo a Madrid tres orejonas seguidas.
Sí, probablemente todo eso hacía inmune a Zidane y se había ganado con mucho galones el decidir cuándo marcharse, siempre por su propio pie por supuesto. Pero nada de eso valía después de Kiev. Nadie contaba ya con un técnico muy cuestionado, cuyo caparazón estaba prácticamente roto y su paso por el Real Madrid a punto de convertirse en historia.
Los únicos que podían resolver la delicada situación y sacar al francés del naufragio en el que se encontraba eran los jugadores. Quizá Zidane se bajó del barco de mucha gente aquella noche, pero seguía más que nunca en el de aquellos que consiguieron tocar el cielo gracias a él. Le debían mucho, lo sabían, y no iban a fallarle esta vez.
La primera final del entrenador comenzó en el hotel sevillano horas antes del primer ‘match ball’. Allí hizo piña con sus jugadores. Todos sabemos la elegancia que distingue a ‘Zizou’, por lo que parece improbable pensar que en aquella reunión suplicara a sus hombres que le volvieran a salvar el pellejo. Probablemente les imploró que se dejaran el alma en el campo, aquella que habían arrastrado varios partidos atrás en Valdebebas.
Muchos aficionados encendían sus televisores aquella tarde de sábado con la esperanza de que cayera la guillotina definitivamente al técnico en Nervión y se pudiera así pasar página en la casa blanca. El nombre de Pochettino e incluso el de Mourinho revoloteaban como la solución a los problemas en los oídos de muchos aficionados, pero era una molesta mosca trompetera para los futbolistas.
Eso por ahora es historia. Quién sabe si ha sido ese el motivo que ha impulsado a Sergio Ramos y compañía a remar más fuerte que nunca y salir del tifón. La realidad es que el cuadro blanco firmó una semana extraordinaria, con un pleno de victorias y tres finales más que salvadas.
Con un juego más que sobresaliente, recordándonos a aquella época en la que nadie tosía a los merengues en casa, sacaba adelante el Real tres partidos de alto voltaje, donde la exigencia debía ser máxima y no había margen de error. Contra todo pronóstico se sacó, y de la mejor forma posible además: sin encajar gol.
Ahora, la figura del insumergible entrenador blanco ha quedado más que reforzada. Los jugadores han respondido a sus plegarias y futbolistas como Modrić, Kroos o Benzema han alcanzado un nivel de juego y de condición física en estos encuentros que hace tiempo que no se veía.
Y después de la tormenta llega la calma, o eso dicen. El Madrid dispone antes de finalizar el año de un calendario apretado, pero menos exigente. Tras visitar Sevilla, obtener su billete para octavos de Champions y derrotar a un imparable Atleti en el derbi, el combinado merengue enfrenta sus próximos encuentros ante Athletic de Bilbao, Eibar, Granada y Elche, sin olvidar el aparcado encuentro de ida de octavos ante Atalanta en febrero.
Le toca al Real Madrid coger aire, escarmentar de los errores y volver a intentar competir hasta el final de la temporada sin ningún nuevo traspié que haga tambalear el proyecto blanco, con Zinedine a la cabeza por supuesto.